Soneto al hasta luego

Tus ojos son dos islas de sirenas

que cantan, con voz dulce y armoniosa,

hechizo que no es magia, es otra cosa,

aunque igual teja mágicas cadenas.

 

Tus ojos corazón son de las venas,

regueras cuyo paso es el que adosa

mi espíritu a la alegre rama rosa

del árbol de la tarde tarde apenas.

 

Pues nunca es tarde dentro de esa tarde.

Y siempre hay tiempo. Y un zaguero beso

se teme más que al último latido.

 

Tu mano suelto en un postrero alarde,

y con un solo beso me despido,

y no me he ido aún cuando regreso.

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá

Sevilla, domingo, 16 de enero de 2011


Ya viene el cortejo

¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines,
la espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,
los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas
la gloria solemne de los estandartes,
llevados por manos robustas de heroicos atletas.
Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,
los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,
los cascos que hieren la tierra
y los timbaleros,
que el paso acompasan con ritmos marciales.
¡Tal pasan los fieros guerreros
debajo los arcos triunfales!

Los claros clarines de pronto levantan sus sones,
su canto sonoro,
su cálido coro,
que envuelve en su trueno de oro
la augusta soberbia de los pabellones.
Él dice la lucha, la herida venganza,
las ásperas crines,
los rudos penachos, la pica, la lanza,
la sangre que riega de heroicos carmines
la tierra;
de negros mastines
que azuza la muerte, que rige la guerra.

Los áureos sonidos
anuncian el advenimiento
triunfal de la Gloria;
dejando el picacho que guarda sus nidos,
tendiendo sus alas enormes al viento,
los cóndores llegan. ¡Llegó la victoria!

Ya pasa el cortejo.
Señala el abuelo los héroes al niño.
Ved cómo la barba del viejo
los bucles de oro circunda de armiño.
Las bellas mujeres aprestan coronas de flores,
y bajo los pórticos vense sus rostros de rosa;
y la más hermosa
sonríe al más fiero de los vencedores.
¡Honor al que trae cautiva la extraña bandera
honor al herido y honor a los fieles
soldados que muerte encontraron por mano extranjera!

¡Clarines! ¡Laureles!

Los nobles espadas de tiempos gloriosos,
desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros
las viejas espadas de los granaderos, más fuertes que osos,
hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros.
Las trompas guerreras resuenan:
de voces los aires se llenan…

A aquellas antiguas espadas,
a aquellos ilustres aceros,
que encaman las glorias pasadas…
Y al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas,
y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros,
al que ama la insignia del suelo materno,
al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano,
los soles del rojo verano,
las nieves y vientos del gélido invierno,
la noche, la escarcha
y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,
¡saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha triunfal!…

Rubén Darío

 


Palma contra palma

Ya palma contra palma,

un cantar. Canta el alma por la mano.

Fuera reina la calma

y un eco con acento sevillano.

Dentro, la algarabía.

En un bar, canto, priva y simpatía.

 

Tasca de rico espacio.

En la pared, imágenes piadosas.

Detrás, un San Pancracio

una balda sostiene. En sus losas

el ebrio se entretiene

y el sobrio no lo es, cuando el vino viene.

 

Ya copa contra copa,

por brindar. Espontánea así la risa,

como ajada la ropa.

Remangada y abierta la camisa,

Enrique, el camarero,

baila rumbas con pose de torero.

 

En el aire vibrando

aquella sevillana obscena  a voces

alzadas va anunciando

una vasta algazara por los goces.

Que, en esta tierra paya,

ríe igual la nobleza y la canalla.

 

Y mientras suena ésta,

ella, la de Jerez de la Frontera,

se apura y les contesta

con la gracia de algún decir cualquiera,

que de su tierra evoca.

Minerva y Baco. Brindan lira y copa.

 

Ya no hay palmas. Ya rojas

y cansadas cayendo van las manos.

Dentro reina la calma.

Uno a uno se van los parroquianos,

con las voces cascadas

y rotas y perdidas las miradas.

 

 

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá.

Sevilla, 25 de mayo de 2009.

 

Ya palma contra palma,

un cantar. Canta el alma por la mano.

Fuera reina la calma

y un eco con acento sevillano.

Dentro, la algarabía.

En un bar, canto, priva y simpatía.

Tasca de rico espacio.

En la pared, imágenes piadosas.

Detrás, un San Pancracio

una balda sostiene. En sus losas

el ebrio se entretiene

y el sobrio no lo es, cuando el vino viene.

Ya copa contra copa,

por brindar. Espontánea así la risa,

como ajada la ropa.

Remangada y abierta la camisa,

Enrique, el camarero,

baila rumbas con pose de torero.

En el aire vibrando

aquella sevillana obscena  a voces

alzadas va anunciando

una vasta algazara por los goces.

Que, en esta tierra paya,

ríe igual la nobleza y la canalla.

Y mientras suena ésta,

ella, la de Jerez de la Frontera,

se apura y les contesta

con la gracia de algún decir cualquiera,

que de su tierra evoca.

Minerva y Baco. Brindan lira y copa.

Ya no hay palmas. Ya rojas

y cansadas cayendo van las manos.

Dentro reina la calma.

Uno a uno se van los parroquianos,

con las voces cascadas

y rotas y perdidas las miradas.

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá.

Sevilla, 25 de mayo de 2009.


Don Pasquale: aquí no hay quien viva.

Don Pasquale, música de Gaetano Donizetti.
Firenze, a 14 de enero de 2011.

Tras un año sin visitarlo, me reencuentro con un buen amigo, el simpático Don Pasquale. Sigue igual de fresco y jovial que hace un año (…y siglo y medio), no se le notan los achaques ni hay en él rastro de agotamiento, y eso que sus amigos-parientes Ernesto, Malatesta y Norina no hacen más que marearlo. No se lo merece. Es un hombre de bien, con sanas intenciones, que no pide más que casarse con una mujer sencilla y cariñosa que herede sus posibles. Su sobrino Ernesto, el heredero en principio, quiere quedarse con todo, y a la vez casarse con quien ama, Norina, mujer de armas tomar. No contento con vivir en casa de su tío a sus treinta años sin dar palo al agua, con todos sus caprichos pagados, quiere casarse con Norina, heredar de Pasquale y derrochar su fortuna con ella. Don Pasquale no aguanta más, lo echa de casa y le dice que se casa con la falsa hermana del Doctor Malatesta, que viene a ser Norina. Ambos han planeado una malévola estrategia diseñada para confundir tanto a Pasquale que decida aceptar casi a la fuerza el matrimonio de Ernesto y Norina. Claro, después del grosero comportamiento de Norina con sus costumbres y su casa, haciendo y deshaciendo a su antojo, el adorable anciano decide cortar por lo sano y darles la razón, más que nada para que se callen y le dejen vivir sus últimos años.

(Argumento poco ortodoxo, contado a mi manera, porque los «malos» también tienen sus motivos, y no son tan ogros como los pintan).

Sin duda, y valorando mucho el divertido vodevil de Don Pasquale, lo más preciado es la música del maestro Donizetti, ya de por sí bufa y elegante, conceptos aparentemente contradictorios pero fundidos en esta ópera. Su obertura enlaza dos de sus melodías más conocidas, la del aria de Norina del Acto I (más festiva y golosa), y la del aria de Ernesto del Acto III (más amorosa y nocturna), con una coherencia impecable y dibujando el ambiente jocoso de la ópera.
La estructura es tradicional y cerrada, con sus arias y dúos bien delimitados, tanto entre ellos como dentro de ellos, es decir, que la mayoría de arias/dúos cuentan con su primera parte más lenta y su segunda más viva. Es difícil destacar algún fragmento dada la homogeneidad de la alta calidad de la ópera, sin altibajos ni momentos vagos, aunque sí comento que mis favoritas son el aria de Norina del Acto I, el final del Acto II y el complicadísimo dúo de Don Pasquale y Malatesta del acto III.

La función de ayer tuvo puntos fuertes y también débiles. Comencemos por los primeros.

La orquesta y su dirección (Riccardo Frizza). Matrícula de honor sin reservas. Si ya de por sí Don Pasquale es una ópera luminosa, el maestro Frizza le sacó aún más brillo. Sonaba a caramelo. Se derretía en la boca como un buen merengue. ¡Y qué ritmos! A la altura del mejor Riccardo Muti. El humor puede y debe ser elegante, y eso es precisamente lo que nos quiso trasmitir Frizza. Bravissimo!

Malatesta (Fabio Cappitanucci). Notable alto a este barítono de bella voz, eficaces recursos expresivos, buena técnica, solvente registro agudo y bastante gracioso en su actuación.

Don Pasquale (Bruno de Simone). Notable. Teniendo en cuenta que Sesto Bruscantini murió y Enzo Dara ya está retirado, De Simone podría ser uno de los mejores Don Pasquale de hoy en día, estando a años luz de los anteriormente citados. Más cercano a Dara que a Bruscantini por timbre vocal y por la moderación en su expresión (divertido pero sin sacrificar demasiado el canto en detrimento de exageraciones expresivas para hacer reír), De Simone cumplió sobradamente con su rol, con el inconveniente de su volumen vocal, que a veces se queda corto y la orquesta lo tapa, y sin contar tampoco con una técnica suficientemente ágil para brillar en su dúo con Malatesta, donde tuvo que respirar 2 veces cuando se puede cantar todo sin tomar aire.

Norina (Cinzia Forte). Notable. Norina es otro personaje que se las trae. Es preciso combinar una voz limpia, aseada y ágil con una expresión picaruela, divertida y a veces tierna. Cinzia tiene más de lo segundo que de lo primero. Sus tablas en el escenario y su recreación canora del personaje las demuestra con creces, pero es en el aspecto vocal en el que no destaca. Para Norina personalmente prefiero voces algo más ligeras, más precisas en la coloratura, menos borrosas. No estaba nada mal, porque tuvo momentos maravillosos en el segundo acto y en los dúos del tercero, aunque su voz no es del todo apropiada, pero sí puede cantar perfectamente el papel.

Ernesto (Mario Zefiri). Aceptable justito. De la misma forma que uno agradece que los buenos cantantes asuman riesgos para lucirse, también lo hace cuando los mediocres van a lo seguro y no se dedican a estirar los agudos y a intentar un «más difícil todavía». Eso fue lo que nos ofreció el tenor de anoche. Si bien contaba con un buen registro central, el agudo le daba problemas (aunque él no fuera muy consciente por lo visto/oído). La diferencia de timbre entre el registro central y el agudo (y también el grave) debe ser mínima, mejor si es inexistente, y a Zefiri cada vez que ascendía el agudo le cambiaba la voz, como si fuera un cantante distinto. Adelgazaba el sonido de una manera rarísima, un tanto afeminada. Y eso no es todo. Se creía el rey del mambo: se inventaba agudos donde nunca los ha habido (si te los inventas, qué menos que los sepas hacer), e intentaba hacer medias voces que le salían como falsetes. Un creído, pero con buena voluntad. No lo suspendo porque quizá sea yo muy exagerado. Siempre he tenido más manía a los tenores.

La puesta en escena estuvo bastante divertida, porque al ser una casa con 3 pisos la escena del momento se desarrollaba en uno, y en la cocina siembre había un criado haciendo algo, o quizá un personaje que no estaba en ese momento cantando y no tiene papel en esa escena, se le mete en la historia espiando a los otros cantantes o hablando con los criados, por ejemplo.


Nada

Sentarme a la tarde y no pensar en nada,

y aparte la brisa la brisa angustiada,

y aparte tu risa, y tu luz, y tu cara…

Tu cara me robe el aliento. Y un sueño,

justo antes del alba,

me cierre los ojos, y ya no los abra.

 

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá

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De mi frase…

De mi frase sólo espero
que palabras cuente pocas
por que no la olvide el eco.

Felipe Santa-Cruz Martinez-Alcalá


Tres amigos opinan sobre un pordioser que fue antaño su compañero

I

Triste, débil y viejo

y sin dinero.

Nunca aprendió a ser libre

ni a tener dueño.

II

Aquel triste y sucio y pobre pordiosero

consiguió ser libre del vil capital,

y ahora pide loco a mano tendida

aquellos grilletes y aquella maldad.

III

La tierra de la que vengo

es erial de surcos secos,

y en su canto sólo hay ecos

de su pasado abolengo.

 

La tierra a la que yo quiero

se desgrana. Ya no sabe

hacia adonde girar suave

su mirada el girasol.

Y su pueblo, pordiosero,

es árbol seco arrancado

que se pudre, y que olvidado

espera a la muerte al sol.

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá


La danza de la lluvia del gobierno

¡Vaya la que está cayendo! ¡Qué forma de jarrear! No para de llover. Y dice la teoría del caos que el aleteo de una mariposa puede generar tormentas al otro lado del mundo. Pues debe haber una familia de ellas con un descomunal problema de ansiedad allende los mares. Si no las mata nadie, nos encharcan las navidades, como el año pasado.

Y luego está “la globalización”, ese gran cajón desastre al que va a parar, según quién lo use, ora todos los elogios, ora toda la porquería que hay sobre la mesa de debates. Los economistas se acuestan y se levantan con dicho término; sus esposas le guardan un celo horroroso. Y, claro, todo el día pensando en lo mismo, ¿qué brota de sus inteligencias?, ¿piropos cariñosos para sus olvidadas señoras? Para nada; máximas como ésta: “EEUU estornuda, y Europa se constipa”. ¿Quién nos mandaba a nosotros a estar dentro de Europa; a Europa, a no apartarse cuando EEUU estornuda, y a EEUU, a no taparse la boquita cuando tose?

¡Hala!, ya estamos constipados y empapados. Entre la globalización y la meteorología, no paran de hacernos la puñeta, no para de llover sobre mojado, y España… que no se cura.

Pues llamemos a quien tenga poder para sanarnos.

Dirigimos nuestras vista hacia el gobierno. Es a él a quien suponemos nuestro médico, nuestro Galeno, nuestro curandero, o al menos el único de nosotros que llega al botiquín, al armario de las medicinas, y sobre todo, que tiene las llaves de ambas cerraduras. ¿Qué hacen? La danza de la lluvia, que no sirve para nada, pero queda simpático y entretiene al vulgo.

A la meteorología no  hay forma de sortearla —bueno, sí, ya lo hemos dicho: matar a las mariposas—. Pero, en cuanto a la economía, alguien, hace ya tiempo, debería haber propiciado que el país se liase una bufanda alrededor del cuello, y dejado que guardase cama y se medicase. ¿Por qué no se hace? Fácil. No es el médico el que muere, sino el enfermo.

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá.


El país dentro de la carpa

Circo del Sol

Una carpa encierra a la vez que protege. La carpa de la que hablamos encierra magia, ilusiones, fantasía, un mundo donde lo artificioso se logra a base de sudor, genialidad y trabajo. La carpa de la que venimos hablando pertenece al Circo del Sol.

Este lugar está poblado por seres generosos. Su trabajo es emocionar y entretener. Su llanto durante los ensayos son sonrisas del público durante la actuación; sus ropas disfrazan a la par que cubren las marcas de la entrega; vuelan y se arrastran por el escenario, a veces más espíritu que cuerpo, más ilusión que realidad.

Pero la carpa es todo un país, y existen otros seres bajo ella: los espectadores. Ellos son tan generosos como los primeros, pues llegan vacíos pretendiendo llenarse. Y, ¿Acaso no es generosidad el permitir recibir?, ¿no es esto lo mismo que confiar? El que da un consejo no es más generoso que el que lo recibe con agrado, quien regala una sonrisa no es más desprendido que quien la guarda en su alma, el que lee entrega tanto como el que escribe.

El fuego calienta al hombre, cierto; pero el hombre alimenta el fuego. El ser humano da y recibe, pues precisa de ambas acciones. A veces, recibiendo, en verdad se da. ¿Cómo delimitar estas fisonomías? ¿Dónde está aquella línea divisoria? Ambas son fundamentales, ambas son el día; no conocemos crepúsculo.

El artista se yergue sobre el escenario y dice: “dejen sus preocupaciones, pasen a un mundo de sensaciones y sentimientos: les acercaremos lo divino”; el espectador se acurruca y se deja engrandecer.

Sublime misterio que cuelga al trapacista de cables y entrega alas al espectador. ¿Brilla el sol fuera?; dentro brillan almas.

Una familia ocupa varios sitios. ¿Cuáles? Cuales quiera. ¿Cuántos eran en dicha familia? Dígalo usted, o inventemos juntos la cifra; no nos importa realmente.

Nos importa que había un padre. Es fundamental decir que un hijo suyo se sentaba, por ejemplo, a su izquierda.  ¿Qué edad tenía el padre? Pues era mayor que el hijo, obviamente. ¿Qué edad tenía, pues, el hijo? Ahora responderíamos: ¿acaso lo podemos determinar? En aquel momento tenía la inocencia de un crío que se lo cree todo, los movimientos emocionales de un poeta y la mirada de un sabio que contempla la naturaleza.

Las luces del escenario se apagan y éste queda a oscuras. La música llena cada espacio, cada vacío, ahora es la auténtica protagonista. El hijo cierra los ojos e inspira profundamente, se concentra y estremece. Diríase que aspira el alma del espectáculo y  trata de oír sus latidos.

El padre lo mira y lo juzga cansado.

– ¿Duermes hijo?– pregunta entonces éste.

– No– contesta el hijo–. Sin embargo, sueño.

 

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá.


Poco que decir

Cuanta más arena
voy viendo caer,
siento que me queda menos por decir
que por aprender.

Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá.